
El eco de las bombas: Un mundo que se asoma al abismo
En la madrugada turbia del 22 de junio, mientras el mundo dormía bajo el peso de sus pesadillas cotidianas, los cielos sobre Irán se abrieron como si los dioses hubiesen decidido que era hora de ajustar cuentas. Tres instalaciones nucleares —Fordow, Natanz e Isfahán— fueron bombardeadas por Estados Unidos en una ofensiva quirúrgica, según la jerga del Pentágono, pero profundamente visceral en sus consecuencias. Así comenzó la nueva fase del conflicto más antiguo del siglo XXI.
El presidente Donald Trump, con el pecho inflado y el ceño dispuesto, declaró desde la Casa Blanca que el ataque había sido un “éxito espectacular”. Un espectáculo, en efecto, pero de aquellos que invitan al llanto. Israel, por su parte, celebró la ofensiva con la solemnidad de un ritual: “La paz llega por la fuerza”, recitó Netanyahu, como si la historia no hubiera demostrado ya cuán falsa es esa dialéctica.
En Teherán, la respuesta fue fulminante. El ministro de Asuntos Exteriores iraní, Abbas Araghchi, calificó la agresión como una “grave violación del derecho internacional” y advirtió que Irán se reserva todas las opciones. Es decir: la guerra aún no ha comenzado de verdad.
Pero acaso el susurro más alarmante provino de Moscú, donde Dmitri Medvédev, el otrora presidente y ahora guardián del Consejo de Seguridad ruso, advirtió que varios países podrían, si el equilibrio se rompe, entregar armas nucleares a Irán. Como quien dice: si lo buscan, lo van a encontrar. Lavrov, con el gesto curtido de los hombres que conocen el sabor del abismo, citó al mismísimo Putin: “La Tercera Guerra Mundial podría estar muy cerca”.
Europa, siempre fiel a su papel de testigo impotente, reaccionó con una mezcla de prudencia, preocupación y retórica diplomática. Francia, Alemania y el Reino Unido urgieron a la contención, llamaron al diálogo y reafirmaron que Irán no debe poseer armas nucleares. ¿Quién les escucha ya? ¿Quién cree aún en las promesas de las cancillerías europeas cuando las bombas caen con una precisión tan calculada como inútil?
China, desde su atalaya asiática, condenó con palabras de seda, pero dejó claro que no tolerará una escalada que afecte su equilibrio estratégico. Y en las arenas del mundo árabe, las reacciones oscilaron entre la condena y el miedo: Arabia Saudita pidió moderación, Omán clamó por la desescalada y Egipto recordó —como si alguien lo hubiese olvidado— que el caos es la antesala del infierno.
América Latina, desde su esquina olvidada del tablero global, alzó también su voz. Cuba, Venezuela, Bolivia y Chile denunciaron la agresión con frases cargadas de dignidad pero carentes de poder real. A lo lejos, António Guterres, secretario general de la ONU, susurró su ya clásico “llamado a la paz”, mientras las columnas de humo seguían elevándose en el desierto persa.
Lo que está en juego ya no es solo un programa nuclear, ni la hegemonía regional de Israel o Irán, ni siquiera la reputación mancillada de Estados Unidos. Lo que palpita bajo este nuevo teatro de fuego es la posibilidad concreta de que el mundo —ese viejo y testarudo mundo— haya comenzado a resquebrajarse otra vez. El reloj del juicio final no ha sonado aún, pero su tic-tac resuena con una nitidez insoportable.