

En México, los cambios políticos suelen estar acompañados de gestos que simbolizan rupturas y continuidades al mismo tiempo. La renuncia de Vidulfo Rosales Sierra a la defensa legal de los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa, a punto de cumplirse once años de aquella noche de septiembre de 2014, es uno de esos gestos que revelan la fragilidad de las luchas y, al mismo tiempo, su persistencia.
El abogado guerrerense, nacido en Totomixtlahuaca en 1976, fue durante más de dos décadas una figura incómoda para el poder. Desde el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan acompañó a campesinos despojados de sus tierras, a mujeres indígenas violadas por militares, a líderes comunitarios perseguidos por defender ríos y montañas. Y, sobre todo, a las madres y padres de Ayotzinapa, con quienes caminó casi once años exigiendo verdad y justicia.
Su renuncia no fue silenciosa. En una carta fechada el 19 de agosto y dirigida a organizaciones sociales, Rosales se despidió de la “primera línea de la lucha social” con palabras que parecen escritas no solo para sus aliados, sino también para sus detractores:
“Me retiro con la frente en alto, con la seguridad de haber puesto un grano de arena en la pelea de nuestros pueblos”.
No obstante, aclaró que la retirada no es rendición: desde “otras trincheras” seguirá exigiendo dignidad para los pueblos indígenas y afromexicanos.
La fotografía difundida por Hugo Aguilar Ortiz, próximo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación —y el primer indígena en ocupar ese cargo—, confirmó lo que hasta entonces eran rumores: Rosales se suma como colaborador en el nuevo equipo que dirigirá el máximo tribunal. Un tránsito que desconcierta: del activismo de las calles al poder judicial, del acompañamiento a víctimas al diseño de sentencias que podrían marcar la historia del país.
El contexto no es menor. La Corte que Rosales se apresta a acompañar no es la misma de antes: tras la reforma judicial, el 1 de junio los mexicanos eligieron en las urnas a nueve nuevos ministros. Entre ellos, Aguilar Ortiz, que arrasó en votos y encabezará al renovado tribunal a partir del próximo septiembre. Será una Corte nacida del sufragio, con la promesa de cercanía popular, pero también con el desafío de no perder independencia frente a la política.
Rosales se retira con cicatrices. Amenazas de muerte lo obligaron a dejar el país en 2012. En 2016, durante el gobierno de Peña Nieto, se le difamó con grabaciones filtradas. Y en 2024, el exgobernador Ángel Aguirre amagó con denunciarlo penalmente. Su biografía es la de alguien que ha vivido bajo asedio, pero que ha sabido hacer del hostigamiento una forma de resistencia.
El propio abogado admitió que su salida dejó tristeza y desilusión entre los padres de Ayotzinapa. Era, para muchos, la voz jurídica del movimiento. Pero en su despedida insistió en que su compromiso “sigue incólume” y que no puede eludir su “deber de clase”, el de un indígena formado en la agreste Montaña de Guerrero.
Así continua la historia del defensor de los desposeídos que ahora entra en los salones solemnes del poder judicial. Como si la lucha, para ser completa, necesitara mudarse de escenario. Lo cierto es que Vidulfo Rosales abandona una trinchera, pero no la guerra que ha definido su vida.