
Estados Unidos presume ataque contra una fabrica de drogas en Venezuela
Redacción
Hay decisiones políticas que no se anuncian con solemnidad diplomática ni se discuten en los parlamentos, sino que se deslizan en frases improvisadas, casi jactanciosas, frente a un micrófono. Así ocurrió cuando Donald Trump, con la naturalidad con la que suele hablar de torres, muros o enemigos, confirmó que Estados Unidos había atacado una instalación en territorio venezolano. No una lancha sospechosa en aguas abiertas, no una intercepción marítima más dentro de una campaña nebulosa, sino un objetivo en tierra firme. Venezuela. La palabra, dicha sin énfasis, cargaba una gravedad histórica que parecía pasarle inadvertida.
🚨 ÚLTIMA HORA
El presidente Trump afirma que Estados Unidos llevó a cabo su primer ataque terrestre contra el régimen de Maduro dentro de Venezuela, dirigido a una zona portuaria utilizada para cargar drogas en embarcaciones. pic.twitter.com/rYiKyzOLlq
— Emmanuel Rincón (@EmmaRincon) December 29, 2025
Según el propio presidente estadounidense, el ataque destruyó una instalación desde la cual —afirmó— partían barcos cargados de droga. “Hubo una gran explosión”, dijo, como si describiera un espectáculo pirotécnico y no una acción militar con implicaciones internacionales. La escena, relatada de manera fragmentaria, tiene algo de esas novelas donde la violencia aparece primero como rumor y luego como certeza incómoda: nadie la vio del todo, nadie la explicó completamente, pero todos sienten que algo ha cambiado.
De confirmarse plenamente, este ataque marcaría la primera operación terrestre reconocida por Estados Unidos en Venezuela desde el inicio de la campaña militar impulsada por Trump bajo el argumento del combate al narcotráfico. Hasta ahora, Washington había optado por una guerra oblicua: bombardeos de lanchas en el Caribe y el Pacífico, un despliegue naval intimidante y un bloqueo petrolero que asfixia lentamente a un país ya exhausto. La novedad no es solo el golpe, sino la forma en que se anuncia: sin pruebas públicas, sin informes militares, sin un relato que no sea el del propio presidente.
Trump aseguró haber hablado “hace muy poco” con Nicolás Maduro. La conversación, dijo, no condujo a nada. “No sale nada de eso”, se quejó, como si el diálogo entre dos jefes de Estado fuera una negociación comercial fallida. Esa trivialización del lenguaje diplomático revela mucho más de lo que aparenta: para Trump, Venezuela no es un país soberano, sino un problema que se gestiona, una anomalía que se corrige con presión, sanciones o explosiones.
Mientras tanto, el silencio oficial resulta ensordecedor. Ni el Pentágono, ni la CIA, ni la Casa Blanca han ofrecido detalles verificables sobre la supuesta operación. Del lado venezolano, el gobierno tampoco ha confirmado un ataque estadounidense en su territorio. En ese vacío informativo proliferaron rumores, especialmente en redes sociales, que vincularon las palabras de Trump con una explosión ocurrida en una nave industrial de la empresa Primazol, en el estado Zulia. La compañía negó cualquier relación con un ataque extranjero y aseguró que el incidente fue controlado sin víctimas. La verdad, por ahora, permanece suspendida en una zona gris donde la propaganda y la desinformación se confunden.
Lo cierto es que esta escalada no surge de la nada. Desde hace meses, la administración Trump intensificó su ofensiva contra Venezuela bajo la narrativa de la lucha contra el narcotráfico. Decenas de lanchas han sido atacadas en operaciones que Washington presenta como exitosas, aunque sin aportar pruebas concluyentes. Más de un centenar de personas han muerto en estos ataques, calificados por expertos en derecho internacional como ilegales y, por sus críticos más severos, como asesinatos extrajudiciales. Trump, fiel a su estilo, lo resumió con una cifra lanzada al aire: “Cada vez que destruyo un barco salvo 25 mil vidas estadounidenses”. No ofreció datos, ni fuentes, ni evidencia.
Con el tiempo, el discurso antidrogas empezó a compartir protagonismo con otro interés menos disimulado: el petróleo. Venezuela posee las mayores reservas probadas del mundo, y el bloqueo estadounidense a sus exportaciones se ha convertido en una herramienta de presión política. Trump lo ha dicho sin rodeos: “Se quedaron con nuestro petróleo, nos lo quitaron”. En su retórica, la soberanía venezolana aparece como una usurpación y la intervención como un acto de justicia tardía.

Esta contradicción se vuelve aún más evidente con el caso de Chevron. Pese al bloqueo marítimo parcial impuesto por Washington, al menos dos buques fletados por la petrolera estadounidense lograron cargar crudo venezolano y descargarlo en puertos de Estados Unidos, según datos de seguimiento marítimo revisados por Bloomberg. Otros barcos navegan en la misma dirección. Chevron posee una licencia especial para operar en Venezuela, y su actividad plantea una pregunta incómoda: ¿se trata realmente de una guerra contra el narcotráfico o de un reacomodo pragmático de intereses energéticos?
Desde Caracas, la respuesta ha sido la reafirmación de un discurso defensivo. La Fuerza Armada Nacional Bolivariana informó recientemente la destrucción de varias aeronaves presuntamente vinculadas al narcotráfico en los estados Amazonas y Apure, zonas fronterizas históricamente permeables al contrabando. En total, según cifras oficiales, 39 aeronaves han sido destruidas durante 2025. “Venezuela no será plataforma para el crimen transnacional”, aseguró el alto mando militar. El mensaje apunta tanto al interior como al exterior: el Estado busca demostrar control en un territorio que Washington describe como capturado por el crimen organizado.
Sin embargo, la coincidencia temporal entre estas operaciones y el despliegue aeronaval estadounidense en el Caribe añade tensión al escenario. Para el gobierno de Maduro, la presencia del portaaviones Gerald R. Ford y la llamada Operación Lanza del Sur no son gestos de cooperación internacional, sino una amenaza directa, un preludio de algo mayor. La designación del llamado Cartel de los Soles como organización terrorista por parte de Estados Unidos refuerza esa percepción y amplía el margen legal para acciones militares más agresivas.
En el fondo, lo que se libra no es solo una batalla contra la droga o una disputa por barriles de petróleo. Es una lucha por el relato. Trump necesita mostrar fuerza, resultados inmediatos, enemigos derrotados. Maduro, por su parte, necesita resistir, denunciar la injerencia y sostener la idea de una patria asediada. Entre ambos discursos quedan los ciudadanos venezolanos, atrapados en una crisis económica y social que ninguna explosión parece dispuesta a resolver.
La historia latinoamericana está llena de intervenciones justificadas en nombre del orden, la seguridad o la moral. Rara vez terminan como prometen. La supuesta explosión en un muelle venezolano —real o exagerada— no es solo un hecho militar: es un símbolo de cómo las decisiones unilaterales, anunciadas casi como bravatas, pueden empujar a una región entera hacia una incertidumbre mayor. Y cuando la política internacional se convierte en espectáculo, las consecuencias suelen ser más duraderas que los aplausos momentáneos.







