
El discurso es claro: el gobierno federal insiste en que la violencia en Michoacán no se resolverá con más balas, sino con justicia e inteligencia. En su mensaje, la presidenta Sheinbaum subrayó que la llamada guerra contra el narco —iniciada por Felipe Calderón y continuada en buena medida por Enrique Peña Nieto— no sólo fracasó, sino que agravó la crisis de seguridad. “Eso no funcionó”, repitió. Y tiene razón: la militarización dejó un saldo de miles de muertos, violaciones a derechos humanos y un Estado debilitado.
Hoy, el enfoque oficial apela a dos frentes: atender las causas sociales que originan la violencia y garantizar cero impunidad. La apuesta es fortalecer las instituciones judiciales, privilegiar la investigación sobre la fuerza y reconstruir el tejido social desde la justicia, no desde el miedo.
Sheinbaum prometió acompañar a Michoacán, especialmente a Uruapan, y aseguró que el Estado no abandonará a sus ciudadanos. Falta ver si esta combinación de presencia territorial e inteligencia operativa logra lo que las armas no pudieron: reducir de verdad la violencia y devolverle la paz a una de las regiones más castigadas del país.


				



