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México endurece aranceles a importaciones sin tratado

30 diciembre, 2025 2:31 pm

Redacción

Hay decisiones económicas que no se anuncian con estridencia, pero que terminan revelando el talante profundo de un país. La reciente publicación en el Diario Oficial de la Federación del decreto que modifica más de mil cuatrocientas fracciones arancelarias de la Ley de los Impuestos Generales de Importación y Exportación es una de ellas. No es solo un ajuste técnico ni una nota al pie en la historia comercial de México. Es, más bien, un gesto político y económico cargado de significado, que dice mucho sobre los temores, las aspiraciones y las contradicciones de una nación que busca su lugar en un mundo cada vez más áspero.

A partir del 1 de enero de 2026, México aplicará aranceles que van del 5 al 50 por ciento a productos provenientes de países con los que no mantiene tratados de libre comercio. China encabeza esa lista, pero no está sola: India, Corea del Sur, Indonesia y Tailandia aparecen también en el radar. Automóviles, autopartes, textiles, ropa, acero, calzado, juguetes, electrodomésticos, artículos de higiene y productos de uso cotidiano enfrentarán un encarecimiento que, inevitablemente, terminará filtrándose al bolsillo del consumidor.

El gobierno de Claudia Sheinbaum ha sido enfático en su narrativa: la medida no está dirigida contra ningún país en particular. Su objetivo, se repite como un mantra, es proteger cerca de 350 mil empleos en sectores sensibles, corregir distorsiones comerciales y reducir una dependencia excesiva de importaciones que, durante décadas, ha debilitado a la industria nacional. El decreto se inscribe, además, en el llamado Plan México, una estrategia que promete elevar el contenido nacional de las cadenas productivas en 15 por ciento, aumentar la inversión interna hasta el 28 por ciento del PIB y generar 1.5 millones de empleos.

El lenguaje es ambicioso, casi épico: reindustrialización soberana, desarrollo incluyente, fortalecimiento del mercado interno. Palabras que evocan un viejo sueño latinoamericano, ese anhelo de fabricar en casa lo que antes se compraba afuera, de romper la dependencia y recuperar una autonomía perdida. Sin embargo, la historia económica de la región invita a la cautela. El proteccionismo, cuando se convierte en dogma, suele producir efectos perversos: industrias cómodas, poca innovación, precios altos y consumidores cautivos.

Los defensores de los nuevos aranceles argumentan que esta vez es distinto. Que no se trata de cerrar la economía, sino de nivelar el terreno de juego frente a mercancías que llegan en condiciones desleales, a precios artificialmente bajos. Que México necesita tiempo y oxígeno para fortalecer sectores como el textil, el calzado o el acero, castigados por una avalancha de productos asiáticos. Que sin estas barreras, miles de empleos desaparecerían silenciosamente.

Pero los críticos no son pocos ni irrelevantes. Analistas y empresarios advierten que el golpe se sentirá, tarde o temprano, en la inflación. Aunque el secretario de Economía, Marcelo Ebrard, ha minimizado el impacto —un aumento estimado de apenas 0.2 por ciento—, la experiencia sugiere que los costos rara vez se quedan en las aduanas. Suben los insumos, suben los precios finales y el consumidor, ese personaje casi siempre olvidado, termina pagando la factura.

Hay, además, un telón de fondo geopolítico que no puede ignorarse. México llega a 2026 tras un año complejo, marcado por la guerra comercial desatada por Donald Trump y por la inminente revisión del T-MEC. Washington observa con lupa cada movimiento de sus socios y utiliza los aranceles como instrumento de presión. En ese contexto, imponer gravámenes elevados a productos chinos puede leerse como un gesto de buena voluntad hacia el norte, una forma de “apaciguar” tensiones y asegurar una posición más favorable en la mesa de negociación.

No es casual que el Wall Street Journal haya descrito a México como un “ganador inesperado” de la política arancelaria estadounidense. Mientras otros países han sufrido impactos severos, las exportaciones mexicanas a Estados Unidos crecieron casi 9 por ciento en 2025. La cercanía geográfica, los costos laborales relativamente bajos y la vigencia —aunque erosionada— del T-MEC mantienen al país como un destino atractivo para la relocalización industrial. México ha desplazado a China como principal proveedor de bienes a la economía más grande del mundo, un dato que no es menor.

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Sin embargo, ese éxito externo contrasta con señales internas de debilidad. La inversión sigue contenida, la producción industrial avanza con cautela y la confianza de empresas y consumidores se mantiene frágil. Especialistas advierten que 2026 será un año “engañoso”: el Mundial de Futbol puede generar un espejismo de bonanza, mientras los problemas estructurales permanecen intactos. El crecimiento previsto —entre 0.8 y 1.3 por ciento, según distintas estimaciones— dista mucho de ser un despegue.

En este escenario, los nuevos aranceles aparecen como una apuesta arriesgada. Pueden, en el mejor de los casos, dar un respiro a industrias golpeadas y fomentar cierta sustitución de importaciones. Pero también pueden alimentar ineficiencias, encarecer la vida cotidiana y tensar aún más la relación con socios comerciales clave. La historia enseña que no hay atajos sencillos para el desarrollo: ni el libre comercio irrestricto ni el proteccionismo a ultranza garantizan, por sí solos, prosperidad.

México parece mirarse al espejo y debatirse entre dos impulsos: abrirse al mundo para aprovechar sus ventajas comparativas o cerrarse parcialmente para proteger lo propio. La decisión tomada inclina la balanza hacia lo segundo, aunque envuelta en un discurso de modernidad y soberanía. Falta ver si, esta vez, el país logra convertir los muros arancelarios en puentes hacia una industria más fuerte y competitiva, o si repite una vieja historia latinoamericana donde las buenas intenciones terminan pagando un alto precio.





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