
Michael Jackson: El Rey, el Mito, el Hombre que Voló Demasiado Cerca del Sol
Michael Jackson no fue un cantante. No fue un simple bailarín. No fue un tipo raro con un chimpancé y una nariz de origami. Michael Jackson fue una fuerza telúrica, un fenómeno imposible de replicar. Hoy, 16 años después de su muerte, sigue siendo el epicentro de la cultura pop, el tipo que convirtió el escenario en altar, y cada canción en una súplica, una fiesta o una batalla.
Vamos desde el principio, porque esto no es cualquier biografía. Nacido en Gary, Indiana, criado por un padre más duro que una piedra de mármol y metido al showbiz cuando la mayoría de nosotros no sabíamos atarnos los zapatos, Michael lideró The Jackson 5 como si viniera programado para la grandeza. ¿Quién a los 10 años ya tiene un contrato con Motown y una caricatura animada? Nadie. Solo él.
A los 20, conoció a Quincy Jones durante el rodaje de The Wiz y ahí sí, boom: Off the Wall, luego Thriller. Y cuando digo Thriller, no me refiero solo al disco más vendido de todos los tiempos, hablo de una maldita revolución musical. Bailó con zombies, ganó ocho malditos Grammys en una noche, y reventó la barrera racial en MTV. El tipo literalmente redefinió lo que era ser una estrella. Y encima, su guitarrista invitado (Eddie Van Halen) solo le cobró una cerveza. ¿Ven? Hasta eso sabía negociar.
Luego vino Bad, con más números uno que los dedos de tu mano, y Dangerous, que incluyó una actuación en el Super Bowl tan legendaria que inventó el estándar del medio tiempo. En serio, estuvo 90 segundos parado sin moverse y la gente lloraba. Ni Jesús hizo eso.
Pero Jackson no solo era un genio. También era humano. Y eso lo destruyó.
Las acusaciones, los tabloides, las burlas, las cirugías, el juicio, la adicción. ¿Excentricidad? Claro. ¿Error tras error? También. ¿Lo dejamos solo mientras se caía a pedazos? Absolutamente. Jackson fue el espejo donde nos reflejamos, pero también el que rompimos cuando no nos gustó lo que vimos. Un niño atrapado en el cuerpo de un mito.
Y justo cuando estaba listo para regresar —50 conciertos en Londres, su canto del cisne—, el corazón se apagó. 25 de junio de 2009. Propofol. Murray. El mundo lloró, algunos fingieron sorpresa, y otros —como siempre pasa— comenzaron a vender camisetas. Pero la verdad es esta: Michael Jackson era único. Inimitable. Imposible de reemplazar. Si la música es religión, él fue su profeta.
Hoy, lo seguimos escuchando. Lo seguimos imitando. Lo seguimos extrañando. Porque Michael no se fue. Se quedó flotando entre el beat de “Billie Jean” y el grito de “Hee-hee”. Porque el Rey del Pop nunca muere… solo cambia de forma.
Y si no me creen, pónganse los auriculares, suban el volumen y déjense llevar.
El Rey sigue bailando.