
Oaxaca volvió a despertar con la peor de las noticias. Paty, una adolescente de apenas 14 años, fue encontrada sin vida el pasado 30 de septiembre en un terreno baldío de la comunidad Zona Urbana en Acatlán de Pérez Figueroa. Su cuerpo mostraba señales de violencia sexual, tortura y estrangulamiento. La historia es brutal, dolorosa y, lamentablemente, cada vez más frecuente en esta entidad.
Integrantes de la colectiva feminista “Las Mariposas” denunciaron públicamente este feminicidio y exigieron que no quede impune. Subrayaron que Paty vivía en condiciones de precariedad, con una discapacidad y al cuidado de su abuela en el Barrio San José Obrero. Desde pequeña contribuyó al sustento de su hogar vendiendo topejilotes y realizando trabajos informales. Una vida marcada por la desigualdad y la vulnerabilidad, terminada con violencia extrema.
El caso de Paty no es aislado. Según el Grupo de Estudios para la Mujer “Rosario Castellanos”, en lo que va de 2025 han sido asesinadas 66 mujeres en Oaxaca, nueve de ellas niñas y adolescentes. La cifra debería encender todas las alarmas. Y, sin embargo, no parece ser así. En el mismo periodo, 40 víctimas murieron por impactos de bala. Y si revisamos el total en lo que va de la actual administración estatal, el saldo es demoledor: 270 feminicidios desde diciembre de 2022.
Las regiones más violentas para las mujeres —los Valles Centrales, el Istmo y la Costa— siguen acumulando estadísticas de terror. Y frente a estos números, la pregunta es obligada: ¿qué están haciendo las autoridades? Porque si algo indigna a la sociedad oaxaqueña es la impunidad.
Las colectivas feministas lo entienden con claridad: Paty tenía derecho a un futuro, a soñar, a vivir. Su muerte no puede quedar sepultada en los fríos registros hemerográficos. La exigencia es una sola: investigación con perspectiva de género, justicia inmediata y garantías de seguridad para todas.
La memoria de Paty no puede ser silenciada. Y tampoco debería serlo la exigencia ciudadana frente a un Estado que sigue sin responder.