Se cumplen cuatro años del fallecimiento de don Vicente Fernández

Cuatro años han pasado desde que Vicente Fernández partió, y aun así su ausencia sigue sintiéndose como un silencio que nadie logra llenar. No importa cuánto tiempo pase: basta escuchar un par de acordes para que su presencia vuelva a levantarse, firme y cercana, como si todavía estuviera afinando la voz antes de empezar a cantar.

Hay pérdidas que no se miden en fechas, sino en la forma en que siguen habitando lo que somos. Y Vicente es justamente eso: un símbolo que México no quiere soltar. Para muchos fue la banda sonora de la casa, la voz que hacía compañía cuando las cosas se rompían adentro, el orgullo que se compartía en bodas, fiestas y reuniones donde siempre alguien decía: “ponte una de Chente”.

También fue ese puente entre generaciones que no siempre se ponen de acuerdo en gustos, pero que encuentran coincidencia cuando suena un mariachi y aparece su voz profunda, inconfundible. Era tradición y emoción, pero también una manera de decir lo que a veces no se puede: amar, doler, resistir, brindar.

Hoy, cuatro años después, su ausencia no duele menos… pero se agradece más su existencia. Se agradece lo que regaló sin pedir nada a cambio: canciones que no caducan, orgullo por la música mexicana, momentos que se siguen compartiendo porque su obra tiene esa fuerza rara de lo verdaderamente eterno.

Vicente Fernández no está, pero su voz sigue siendo refugio. Su legado no suena a recuerdo viejo: suena a identidad, a amor profundo por lo que somos, a un México que no olvida a quienes lo marcaron para siempre.

Porque hay artistas que no se van: simplemente viven en la memoria de un país entero.