¡Música, maestro!
Eduardo Pineda
Si a la humanidad con todo y su historia, sus líderes, sus revoluciones, su organización social, sus sueños y anhelos, sus amores, sus desasociegos y sus tragedias, le quitáramos la música, qué le quedaría.
−Apenas nada.
Atahualpa Yupanki, cantautor, poeta y escritor de origen autóctono de las pampas argentinas, dijo en una entrevista que el árbol ya sabia de música antes que su madera fuera guitarra, porque en él cantaban los pájaros todas las mañanas.
De manera que la música no sólo es intrínseca al ser humano, es intrínseca al universo, hay música por doquier, pero no sabemos escucharla.
La música ha marcado épocas y lugares, es, por ejemplo, imposible entender el medioevo sin los cantos gregorianos, el romanticismo sin Beethoven, Nueva York sin el jazz, Brasil sin la zamba, el Tenampa sin mariachi. Es imposible comer en Veracruz sin escuchar el arpa y el zapateado, en Chiapas sin una marimba resonando sus cajones de madera pulida o en el norte sin el ritmo del acordeón. La música es identidad, es atmósfera, es sentido, es ruta y camino, la música “expresa lo que no puede ser dicho y aquello sobre lo que es imposible permanecer en silencio” decía Victor Hugo.
Alrededor de la música hay un universo vasto y en expansión: el compositor, el intérprete, el público, el instrumento, el laudero, el promotor, aquel, aquella o aquello de lo que se habla en la canción, las emociones detrás de cada nota, las emociones después de tocarlas, después de escucharlas, la historia de cada melodía, la historia que la provocó, la que provoca y la que orbita a ese momento efímero de creación espontánea que hace vibrar al aire en un instante que nunca será igual a otro.
Phil Collins aseguraba que “Hasta cierto punto, la música ya no es mía, es tuya”. Él, entiende que el compositor y el intérprete se dan a cada momento, entregan su música al público y ésta ya no les pertenece. La música es una creación artística que trasciende al dominio público y se independiza de su creador. Se transmuta en otros idiomas, en otros tiempos, en otros sitios, en otros instrumentos. Es como si la música tuviera vida propia; una vez que nace, crece y se desarrolla por motum proprio, se convierte en un ser rebelde, se autogobierna y, aunque necesita del músico para hacerse existir, se limita a mirarlo de reojo cuando se vierte en el escenario y posee al escucha que la guarda en su memoria, la atesora, la presume, la encuaderna con las páginas de la vida que vale la pena releer.
En la música es acaso donde el alma se acerca más al gran fin por el que lucha cuando se siente inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural” decía Edgar Allan Poe al llevarla más allá de este mundo.
Cada ciudad −decíamos− se caracteriza por tener una atmósfera que la hace única, y esa atmósfera se construye principalmente por la música y todo aquello que la rodea. Recordamos con melancolía cuando la Puebla estaba inundada por cafés de trova, peñas, cantantes callejeros y centros culturales como el extinto Theorema donde mi amigo querido y admirado Sergio Rizo al lado de su amada Marylupe Abascal entonaban canciones de Serrat, Sabina, Milanés, Filio y un muy largo etcétera. Hoy, extrañamos la trova poblana, las tardes de cigarrillo y café cargado, el olor a libro y madera en el que se difuminaban las notas y los ecos de las voces de aquellos juglares que iluminaban el cielo de neón desde sus bancos y micrófonos de pedestal con atriles chuecos que sostenían partituras trotamundos, amarillentas y cansadas.
Rizo y Abascal se niegan a que la música se apague, continúan en la promoción e interpretación virtuosa de los ecos que armonizan a la Puebla que hoy por hoy sigue cantando gracias al trabajo de los infatigables que sueñan cantando y viven soñando.
Con ustedes: Sergio Rizo
¡Música, maestro!
Eduardo Pineda
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