Quizá una idea, quizá una solución
Eduardo Pineda
Desde aquella fatídica fecha no datada en ningún documento histórico, en que la serpiente dio al hombre y la mujer la suculenta manzana del conocimiento, hemos construido una civilización industrial, un mundo de prisas y arrebatos, de envilecimiento, de miradas lascivas hacia los desposeídos, de robo y atropello, de acumulación de la riqueza, de la venta a toda costa.
Una realidad de luces de neón, de olor a perfume que oculta la pútrida alma de los ambiciosos y avaros, de los estafadores, de los mercaderes del templo, de los pastores que envasan la fe y la venden en una oblea que apesta a hipocresía.
Desde aquella manzana arrancada del jardín del edén, inventamos los mitos para explicar a Dios, hicimos cientos de religiones, millones de empresas, perfeccionamos la técnica, la ciencia, la medicina. Violamos a Gea, ultrajamos a Gaia, con ductos, con minas, con pozos petroleros.
Por eso así escribió en su dramaturgia, H.R. Luna:
Observan el trágico desarrollo de las circunstancias épicas que desataron el uso equivoco de la rueda, el alfabeto, la escritura, las crucecitas judeocristianas, los discursos metódicos, las oraciones, los logos, las marcas, la mercantilización de la existencia…”
Dejamos de gemir y gruñir para pedir agua y reclamar comida y aprendimos a hablar, después a escribir, y usamos el alfabeto para declarar la guerra al débil, al que tiene bajo sus pies los metales que deslumbran nuestras conciencias. Matamos, desmembramos, destruimos en el nombre de la libertad y la organización social.
Ultrajamos a la Madre Tierra mientras ella sigue abierta de brazos dispuesta a amamantar a su hijo que la desuella y se la come viva como un troglodita que no se llena, que no se sacia.
Aprendimos a aprender, conocimos la técnica y la ciencia de la transformación del entorno, erigimos ciudades, pueblos alimentados por la industria que vomita humos negros a los cielos que lloran ácido sobre la tierra cada vez más estéril y aun así nuestra madre la limpia, la revuelve, escondiendo el desastre de su hijo que se pierde entre telarañas de cables y neblinas de gas defecado por los automóviles.
Adán se comió la manzana y aprendió a hacer leyes para gobernar el mundo, para lazar por el cuello a los animales y domesticarlos, para meter en la cárcel a sus hermanos que no se someten, para confabular con sus congéneres corruptos, para formar gobiernos, para mentir, para vivir en campañas políticas.
La serpiente sólo tuvo que dar al hombre una probada de conocimiento para que, como el hilo de una manta, se continuase hasta la destrucción absoluta de la tela. La manta está por quedar hecha una madeja amorfa de hilos jalados.
Pero, en medio del desastre que el hombre ha hecho en el mundo, existe acaso un rasgo que se sucedió de la mordida al fruto prohibido. Hay un ápice que se asoma y se niega a morir asfixiado por el océano de la indiferencia humana: el arte.
Por eso aún sobre la tierra que llora y los cielos que se turban por el contingente humano que no frena la debacle, existen hombres y mujeres dispuestos a defender lo único que nos queda después de matar a Dios, de desconocer a los ancestros, de escupir al cielo, de mofarnos de la madre que nos sigue alimentando pese a no merecerlo; resistir desde la trinchera de la imaginación, de la deconstrucción de la realidad y la inmediata construcción de un mundo aparte que se forja tras bambalinas, entre telones y escenografías, tejido con el argumento y la actuación propia del teatro; resistir desde la sensibilidad y la emoción. Eximidos del mundo que se desmorona, estos hombres y mujeres aguantan, soportan y ¡por fortuna! No se rinden.
Dramaturgos, actores, maquillistas, vestuaristas, directores y el público que decide por unos minutos creer en los ensueños del teatro y reconocer la otredad para verse en el reflejo quiral de una historia y una interpretación; nos devuelven una última esperanza y un refugio. Nos invitan a pensar, nos convidan un soplo de recogimiento y nos transfunden la sangre de la renovación que ignore las voces necias de la modernidad y construya otra forma de sentir y reflexionar.
Consuelo Meneses, actriz fundadora de TETIEM, representa a esa constelación de actores que viven luchando, resistiendo y proponiendo, mediante su trabajo, quizá una idea, quizá una solución, un mundo nuevo, previo a Caín, previo al consumismo, previo a la deformación. Consuelo nos propone, desde la trinchera de la actuación, lo que Charles Chaplin decía: “dejar de ser uno, ser por momentos otro, ante el cansancio que genera la presión social, disfrazarse de alguien más, a quien no le puedan someter y decir qué hacer y qué pensar”. Aquello a lo que también Octavio Paz se refirió: “A veces no soy y quisiera ser, el desconocido que me habita” …
Eduardo Pineda
eptrinuna@gmail.com