Inspiración
Eduardo Pineda
No hay forma de negar que la sociedad se encuentra en franca decadencia, se han abandonado los valores más elementales, los principios de disciplina, esfuerzo y amor por la labor que cada uno de sus integrantes desempeña. En la actualidad —y desde hace varias décadas— se ha optado por la realización del mínimo esfuerzo, por la idealización del uso de la tecnología en todos los ámbitos de la vida, por la sustitución del trabajo, por el abandono de la pasión y entrega al desempeñar una tarea. Los seres humanos ya no conciben la idea de “volver empezar”, de “trabajar por un ideal”, de “luchar por los sueños” o de “morir en la raya” en la búsqueda de un objetivo.
Por el contrario, pareciera que intentamos hacer nada y tenerlo todo y, por desgracia, esa búsqueda de la comodidad a toda costa está presente también en la formación académica. En estos días el buen profesor es aquel que regala una calificación inmerecida, aquel que permite la pereza y fomenta los caminos fáciles en la resolución de una labor escolar. Y, el profesor que exige y reta las capacidades de sus estudiantes es tildado de incompetente y de carecer de estrategias pedagógicas.
Estamos formando generaciones de ciudadanos inútiles, incapaces de enfrentarse a problemas reales, sin la formación para “darlo todo”, sin herramientas emocionales que forjen su carácter. Generaciones de hombres y mujeres mediocres y conformistas que vivirán bajo el precepto del “ahí se va”, “hazlo como caiga” o “ya vendrá alguien a corregirlo”. Es una pena darse cuenta de que en el fututo próximo todos quienes toman las decisiones más importantes en la sociedad, estarán muertos y aquellos que los sucederán serán absolutamente incapaces de afrontar los desafíos de la humanidad. Pareciera una suerte de condena. Una sentencia inevitable que hemos permitido desde el inicio de la revolución cibernética en la que unos cuantos vieron la oportunidad de arrojar a las masas equipos electrónicos y software que les resolviera la vida. Los aceptamos beneplácito y con júbilo creímos que en ellos estaban las respuestas. Hoy vemos que no es así.
Esta construcción de la comodidad, a toda costa, ha derivado también en la pérdida de la práctica del arte, en la agonía de la imaginación, en la ausencia de motivos para crear. Somos una sociedad extremadamente tecnocratizada, y avasalladoramente materialista, consumista y vacía.
Aquellas décadas en que se formaban grupos de intelectuales y de seres humanos preocupados por la sensibilidad, la expresión y la exacerbación de la razón, parecen tan lejanas. Recuerdo, al escribir estas líneas, al grupo de hombres y mujeres que poseían una amplia cultura y estaban dispuestos a compartir sus habilidades y conocimientos con los jóvenes, por ejemplo, a los artistas y escritores que se reunían en torno a la imprenta Madero en la Ciudad de México. Individuos que hoy permanecen en la memoria y la nostalgia y que sin duda no volverán a surgir de entre las filas de los habitantes de nuestro país, a menos que se recupere, de algún modo, la capacidad de imaginar y la disciplina de trabajar.
Imperativamente, debemos contagiar a las nuevas generaciones de aquella necesidad de hacer las cosas bien, de entender el esfuerzo como único camino hacia la realización de los ideales; alejarlos del alud desinformativo, lacerante y vicioso de las redes digitales. Hacerlos volver al trabajo manual, a la lectura copiosa, a la escritura imprescindible, a la conversación cara a cara, al sudor en la frente, a la satisfacción de la tarea realizada por uno mismo.
A ese respecto, el artista Germán Montalvo nos revela, desde su ejemplo de vida, la forma de volver al camino de la creatividad, desde la trinchera que se perdió entre los pasos agigantados de la sociedad industrial y digital. Desde la cuna de la motivación que abandonamos sin darnos cuenta, que perdimos y que urge recuperar. Simplemente y, como él lo dice: desde la inspiración.
Eduardo Pineda
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