
Diane Keaton, la actriz que convirtió la excentricidad en arte, muere a los 79 años
La muerte de Diane Keaton, a los 79 años, deja un vacío peculiar en Hollywood. No uno de esos huecos solemnes que dejan las leyendas trágicas, sino un silencio lleno de risas contenidas, de ironía elegante y de ternura desconcertante. Keaton, una actriz que construyó su mito a base de contradicciones —estrella, pero excéntrica; divertida, pero profunda; glamorosa, pero con sombrero y chaleco masculino—, murió en California, según confirmó su amiga Dori Rath a CBS News. La causa no se ha revelado.
Durante más de cinco décadas, Keaton fue una de las intérpretes más singulares del cine estadounidense. Su carrera despegó con la trilogía de El Padrino, donde encarnó a Kay, la esposa —y conciencia moral— de Michael Corleone. En medio del universo masculino de Coppola, su presencia fue la grieta por la que entró la duda, la fragilidad y la humanidad.
Pero fue en 1977, con Annie Hall, cuando Keaton alcanzó la inmortalidad. Su actuación —una mezcla de torpeza encantadora, humor inteligente y vulnerabilidad desarmante— le valió el Oscar a Mejor Actriz. El personaje fue escrito por Woody Allen para ella, y en buena medida, era ella: espontánea, algo distraída, pero auténtica hasta la médula. Allen decía que Diane tenía “un cerebro que trabaja como un jazzista”, y quizá por eso su ritmo actoral resultaba tan libre e impredecible.
A lo largo de su carrera, acumuló otras tres nominaciones al Oscar por Reds (1981), La sangre que nos une (1996) y Alguien tiene que ceder (2003). Sin embargo, su talento trascendía las categorías y los premios. Keaton dominaba la comedia y el drama con la misma naturalidad con la que usaba un sombrero o una corbata, rompiendo estereotipos de feminidad hollywoodense.
Además de actriz, fue directora, escritora y productora. Publicó varios libros, entre ellos Then Again y Fashion First, este último lanzado en 2024, donde reflexionó sobre su relación con la ropa y el estilo personal. Para ella, la moda no era frivolidad, sino una extensión del carácter. “Lo que llevo puesto es lo que siento”, escribió.
Sus colegas la recordaron con cariño. Bette Midler la describió como “brillante, hermosa y totalmente sin malicia”. Ben Stiller, por su parte, la llamó “una de las mejores actrices de todos los tiempos, un ícono del estilo y la comedia”. En un medio donde la competencia y el ego son la norma, Keaton fue, paradójicamente, una artista libre de ambos.
Nunca se casó y adoptó a dos hijos, Dexter y Duke. En su autobiografía de 2011 escribió: “Me siento totalmente satisfecha cuando mis seres queridos se alegran por algo pequeño, grande, insignificante, lo que sea”. No había en sus palabras el tono de la diva, sino el de una mujer que encontró en lo cotidiano su refugio más sincero.
Entre las películas que definieron su legado están El Padrino, Manhattan, Reds y El padre de la novia. Pero más allá del repertorio, lo que Diane Keaton dejó fue una lección de autenticidad: la posibilidad de ser una estrella sin dejar de ser rara, divertida y profundamente humana.
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