
Jóvenes en Nepal protestan contra la censura, nepotismo y corrupción

Las imágenes que llegan desde Katmandú son brutales: jóvenes corriendo, policías disparando, edificios incendiados. La narrativa dominante en gran parte de la prensa internacional es sencilla —y, a mi juicio, equivocada—: muchachos enardecidos protestando porque les prohibieron sus redes sociales favoritas. Como si fueran adolescentes caprichosos, incapaces de vivir sin Instagram o TikTok. Pero reducir el levantamiento nepalí a un berrinche digital es no entender nada.
La raíz del problema es mucho más profunda. Los jóvenes salieron a las calles no sólo porque les cortaron el acceso a 26 plataformas, sino porque esas mismas redes habían sido el espacio donde denunciaban lo que consideran el verdadero cáncer del país: el nepotismo, la corrupción y la falta de oportunidades. En TikTok y Facebook circularon durante semanas videos que exhibían el lujo obsceno de los hijos de los políticos —autos deportivos, viajes al extranjero, mansiones— en un país donde el ingreso per cápita apenas supera los 1,400 dólares anuales. Mientras una élite vive como si estuviera en Dubái, millones de jóvenes nepalíes enfrentan desempleo, salarios bajos y un horizonte cerrado.
El bloqueo a las redes fue la chispa, sí, pero la gasolina acumulada por años es la desigualdad y el hartazgo hacia un sistema político que opera como un club privado de familias. Los llamados “Nepo Kids” se convirtieron en símbolo de un poder que se hereda, no se gana por mérito. Eso es lo que realmente incendió la calle.
La respuesta del gobierno fue aún más grave: represión abierta. Diecinueve muertos en una sola jornada, centenares de heridos, balas de goma y munición real contra manifestantes desarmados. Vimos un patrón clásico: culpar a los jóvenes de “anarquistas”, justificar el uso de la fuerza y luego lavarse las manos con una renuncia. El primer ministro K.P. Sharma Oli dimitió, pero lo hizo después de autorizar una violencia que ya quedó registrada en la memoria colectiva.
La represión no sofocó la protesta, la amplificó. Se incendiaron edificios públicos, residencias de ministros, incluso el Parlamento. El aeropuerto internacional tuvo que cerrar operaciones. Ministros clave dimitieron acusando al propio Ejecutivo de “comportamiento dictatorial”. Y la presión internacional no tardó: la Unión Europea, la ONU y gobiernos vecinos exigieron moderación e investigaciones independientes.
Lo que está en juego en Nepal no es si se regula o no a las redes sociales. Es mucho más grave: se trata de si un Estado responde a la inconformidad juvenil con espacios de diálogo, no con balas. Y se trata también de reconocer que, en sociedades jóvenes y conectadas, la protesta no surge de un “capricho tecnológico”, sino de un malestar estructural.
Reducir a estos manifestantes a simples adictos al internet es una ofensa. Están arriesgando la vida para exigir un país más justo, libre de corrupción y donde las oportunidades no se hereden como un apellido. Eso, me parece, merece toda la atención —y la solidaridad— del mundo.