En México somos expertos en disfrazar la violencia de “broma”. La historia de Carlos Gurrola Arguijo, mejor conocido como Papayita, es un ejemplo brutal de cómo el acoso laboral y la impunidad cotidiana terminan por matar.
Carlos tenía 47 años y trabajaba como empleado de limpieza en un supermercado de Torreón. Su vida terminó el 18 de septiembre tras permanecer hospitalizado varias semanas: alguien —todo apunta a sus propios compañeros— le puso desengrasante en su botella de electrolitos.
Los hechos ocurrieron el 30 de agosto. “Papayita” regresó de su almuerzo, tomó un sorbo de su bebida y notó un sabor extraño. La desechó, pero ya era tarde. Al poco tiempo comenzó a sentir dolores y dificultad para respirar. Lo llevaron primero a la Cruz Roja y luego al IMSS, donde médicos confirmaron quemaduras internas graves. Nunca se recuperó.
Su familia asegura que no fue un accidente aislado. Durante años, Carlos habría sido víctima de acoso disfrazado de chistes: le robaban la comida, le escondían el celular, le ponchaban las llantas de la bicicleta con la que viajaba desde el ejido La Concha hasta su trabajo. Una violencia sostenida y normalizada que terminó con su vida.
La Fiscalía de Coahuila ya abrió una carpeta de investigación. El delegado Carlos Rangel informó que se solicitaron videograbaciones y entrevistas. También confirmó que la botella contenía químicos usados en limpieza. Para colmo, la empresa en la que laboraba Carlos se deslindó del caso: HEB afirma que él pertenecía a una subcontratista, Multiservicios Rocasa. Nadie quiere hacerse responsable.
La madre de Carlos, devastada, denuncia que incluso desaparecieron la botella con el líquido tóxico, borrando una pieza clave de evidencia. En redes sociales circula ya la exigencia de justicia, con una página dedicada a su memoria.
La muerte de “Papayita” no puede quedar en el cajón de las bromas pesadas. Lo que ocurrió en Torreón es, simple y llanamente, un crimen. Uno que refleja la crueldad con la que tratamos a quienes menos tienen.
