Reencuentro
Eduardo Pineda
Cuando a Alexander Pushkin le preguntaron cómo definiría el ballet, respondió: “El ballet es una danza ejecutada por el alma humana”. Y me parece que tenía razón, ya que en él conviven las artes al unísono, la representación histriónica, el baile armonizado con la música, el vestuario, la escenografía, la dirección, la ejecución y la emoción derramada sobre lo anterior; todo, en una amalgama etérea en cada instante, pero imborrable en la memoria del espectador.
El ballet es quizá una de las artes escénicas más fuertes que resultan en una impronta de sentimientos que se proyectan desde el escenario hasta lo más recóndito de nuestras almas. Nadie, absolutamente nadie, puede irse -después de apreciar una función- de la misma forma como llegó; el ballet deja su huella: eterna y tangible asomándose por el brillo en la mirada de quienes se deleitaron con su ejecución. Y es aquí donde encontramos la justificación a la sentencia de Pushkin, pues ello sólo es posible cuando quien ejecuta es el alma y no el cuerpo.
Por su parte, el montaje en el ballet tiene también su propio encanto, para George Balanchine “los bailarines son instrumentos, como un piano que toca el coreógrafo”. Este piano dancístico exige desgaste físico, concentración, sincronización, armonía, precisión y exactitud, su práctica deriva en un vínculo irrompible entre quienes desenvuelven frente al público la estética de la danza. Es como una hermandad forjada en el esfuerzo del cuerpo y la mente, un esfuerzo sin paralelo, un esfuerzo donde la delicadeza de los movimientos llega a ser tan sublime que sólo puede deberse a la contundencia de cada flexión, de cada giro, de cada dilución de las extremidades en la atmósfera enmarcada por el telón recogido en los flancos del escenario.
Ese vínculo, como hemos enunciado, es irrompible y por lo tanto es eterno. Quien se ha encontrado en la representación dancística con el otro, se ha encontrado con él para siempre. Tal vez por eso el reencuentro de un grupo de bailarines es digno de festejarse, anunciarse, y admirarse. Por eso, sin importar que sean diez o veinte o treinta años desde la última vez que hicieron flotar brazos y piernas entre las luces y los aplausos de los concurrentes, los bailarines mantienen fuerza, destreza y pasión, siendo, además, fuente de inspiración y modelo para las generaciones que ingresan a las filas de la danza clásica y contemporánea.
Jorge Morones es director y coreógrafo al tiempo que ejecuta con maestría el ballet clásico y las danzas actuales, es el mentor de varias generaciones y la batuta del reencuentro de sus compañeros de baile y de academias poblanas que recrearon en conjunto una bella exposición del significado mas profundo e íntimo de lo que el ballet es: proyectar desde el alma la fuerza que mana del corazón a través del cuerpo.
Jorge Morones y Paty Cedillo; él, director, y ella, bailarina, nos recuerdan que el ballet es una disciplina que se mantiene de por vida, contagian su espíritu guerrero, nos adentran en el entendimiento de la danza y nos devuelven la esperanza de que una sociedad que se regocija en la estética del arte y no de la banalidad aún es posible.
Eduardo Pineda
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