Así es la celebración del Janal pixan en los cementerios de Campeche

1 noviembre, 2021 11:25 am

Redacción.- Una de las tradiciones funerarias más arraigadas en la península de Yucatán es el Janal pixan o U janal pixano’ob, conocida como “Comida de las animas”. En Campeche se realiza en las regiones de los Chenes y el Camino Real, ambas con una importante población maya.

La esencia de esta celebración radica en la unión de vivos y muertos del 31 de octubre al 2 de noviembre, días en que las familias se preparan para recibir a los pixanes o almas de los difuntos.

En el Camino Real de Campeche, que comprende los municipios de Tenabo, Hecelchakán, Dzitbalché y Calkiní, existen poblaciones con costumbres funerarias particulares, las cuales incluyen la limpieza y cambio de ropa de los restos humanos colocados en los osarios.

Después de que el difunto ha sido depositado en una fosa, y transcurridos algunos años, es exhumado, y al esqueleto se le quita la tierra con una brocha, quedando así la primera “limpieza de huesitos”

En los últimos años, la tradición que se sigue en Pomuch se ha popularizado mundialmente, pero también se conserva en otras comunidades de la región como Pocboc, Nunkiní, Ex Hacienda Santa Cruz, San Nicolás y Pucnachén, entre otras, donde al terminar su limpieza, los restos óseos son devueltos al osario, sin cerrar la caja por completo, y se les enciende una vela “para que ellos vean su camino iluminado”.

Estos rituales trascienden el espacio sagrado del camposanto y se trasladan a los hogares, donde hombres y mujeres asumen diferentes roles, limpiando las milpas y traspatios de las casas, y pintando de blanco las albarradas, así como preparando alimentos y bebidas para los altares de niños y adultos, cuyos espíritus llegarán para disfrutar de los dulces, frutas, panes, pibipollos y pibinales (“elotes enterrados”).

La tradición peninsular de la limpieza de huesos y su posterior traslado a un osario, fue documentada por primera vez por Robert Redfield y Alfonso Villa Rojas (1934), en el poblado yucateco de Chan Kom; y posteriormente ha sido objeto de análisis de destacadas investigadoras, como Vera Tiesler (1999) y Beatriz Repetto (1995).

Se ha sugerido que este particular culto a los ancestros tiene sus raíces en los pequeños adoratorios de mampostería que construían los mayas en el periodo Posclásico Tardío (1200–1550 d.C.), y en la creación de enterramientos secundarios con los restos de varios individuos, como se ha documentado en Tulum, costumbres que al unirse a la tradición católica del tratamiento a los muertos, dio como resultado un nuevo y complejo sistema ritual que ha sobrevivido hasta nuestros días y continúa evolucionando.

Actualmente, en los cementerios de los poblados del Camino Real, el tratamiento que se da a los “santos restos” se efectúa de maneras distintas: el más colorido es el de Pomuch, pues los huesos son colocados dentro de un cajón de madera y protegidos por un lienzo con bordados de flores y el nombre del finado; en cambio, en Nunkiní se prefiere ponerlos sencillamente en el cajón que, en ocasiones, queda cerrado. En la pequeña comunidad de la Ex Hacienda Santa Cruz, los restos de varias personas son acomodados en uno o más cajones, mientras que en Tankuché, las cajitas son reenterradas en la fosa familiar y no quedan a la vista.

En el pequeño cementerio de San Nicolás no existen nichos, sino tinglados de techo de lámina y palos, mientras que en Pocboc, los osarios semejan pequeñas casitas o iglesias que miran al Este. En los cementerios de las ciudades mayores como Hecelchakán, los cajones son estibados en una capilla o en bodegas donde enfrentan el abandono y el paso del tiempo.

Si bien estos tratamientos funerarios tienen un fuerte componente simbólico y religioso, donde la limpieza de los huesos está relacionada al ideal católico de la resurrección, también existen diversos factores circunstanciales y socioeconómicos, donde la dinámica poblacional ha influido en la necesidad de optimizar los espacios de los cementerios, desocupando las fosas de los fallecidos más antiguos y reubicando los restos en osarios personales, familiares o colectivos, dependiendo del cementerio o de la economía de la familia.

La constante es que todos los cementerios de la región, incluso los más nuevos, son construidos dejando lugar para los osarios junto a la barda perimetral, conservando el espacio interior para las fosas, donde puede haber tumbas permanentes para quienes pueden comprarlas, o bien, cedidas por la autoridad local entre tres y cinco años, a quienes no pueden hacerlo; cuando este periodo concluye, los restos son sacados, limpiados y reubicados en un osario individual o familiar.

Los huesos de aquellas personas cuyas familias se han ido o han adoptado otra religión, son apilados sin orden en cajones reutilizados, casi siempre al fondo de los cementerios, a la espera de que alguien los rescate del olvido.

 

 

 

 

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