Cocinar: La alegría de compartir
Eduardo Pineda
“No sirvo un menú, sirvo una historia”, asegura Dominique Crenn, conocida como “la chef rebelde”. En cada platillo hay una historia detrás, una secuencia de acontecimientos: agrícolas, horticultores y culinarios que se condensan en la mesa frente al comensal. Personas como Dominique, cuidan la producción de los alimentos que utilizan como materia prima en la transformación dentro de su cocina, velan por un consumo responsable y por apoyar a los productores de hortalizas, leche, quesos, carnes y legumbres. La siembra y el cultivo, así como la ordeña, la fabricación y el reparto de todo aquello que se utiliza en el laboratorio-cocina incluye la historia de los productores. En el “Atelier”, restaurante de Dominique, trabaja un equipo de hombres y mujeres que de la misma manera actúan bajo la disciplina de la francesa y disfrutan de sus ideas novedosas y caprichos culinarios, ellos conforman un equipo que con amor y pasión crean los alimentos. Cada trabajador del “Atelier” es en sí mismo resultado de una colección de circunstancias e instantes también. Así que, Dominique es un ejemplo de alguien que ensalza primordialmente la historia personal y revaloriza el esfuerzo y el compromiso desde su trinchera: el arte culinario.
De esta manera podemos entender que, un platillo puesto en la mesa tiene una historia detrás, desde la siembra de los vegetales, la recolecta de las semillas, frutos y cereales, la selección, la cosecha, el camino del huerto a la cocina y su preparación o almacenaje. Y, en todo este recorrido la imaginación del cocinero, los sabores y olores en la mente, las mezclas en una suposición versada en posibilidades culinarias; los fermentos, las conservas, los ingredientes frescos, las especias, las sales, los fuegos, el arte del emplatado, la alegría de compartir y cocinar para los otros y para sí mismos. Todo eso es lo que cada platillo cuenta y lo que cada comensal escucha y percibe con los sentidos.
El horticultor y la hortaliza son una misma energía, son un mismo ente, una esencia compartida desde que la siembra, la ve crecer, la cuida y la cosecha. Cuando comemos un vegetal también nos alimenta la energía del horticultor convertido en un artesano de la vida.
Por su parte, las ollas y los fogones, los platos y las mesas, son lienzos en blanco, el cocinero es un artista, sueña sabores, imagina aromas, alucina mediante sus papilas gustativas sin todavía tocar con la lengua sus sazones. Tiene en mente el plato servido y conoce a detalle cada rincón de esa colección de sabor, la tarea de preparar la comida del día la hizo en la imaginación antes de presentarse en la cocina. Ya frente a los ingredientes sólo danza con ellos, los vierte, los mezcla, los toca, pero los deja ser, les da el espacio que le demandan, los reinventa a partir de su propia esencia. Cocinar es pintar al óleo sobre tela con pinceles y espátulas, es componer una sinfonía con una variedad de instrumentos, es bailar en la tarima, es construir un Partenón, es escribir poesía.
Pero también cocinar es nutrir, es alimentar a la familia. Es transportar la energía de la tierra al cuerpo a través de las verduras, los brotes, las hierbas, las frutas, las semillas y los cereales. Así, el cocinero es un puente, es la vía de acceso del cuerpo a la vida que da el Sol mediante las hortalizas, por eso se le venera, se le agradece; el cocinero es, entonces, el ser humano más cercano a Dios. Y es también su intérprete, su traductor.
No se puede tocar una sinfonía con un solo instrumento, no se puede apreciar un paisaje con una sola flor, no se observa a lo lejos cada árbol que se posa en una montaña, se percibe la montaña arbolada. Entender la comunidad antes del individuo y la cooperación antes de la competencia, es, simplemente entender la idea primigenia de la creación divina, entendernos como parte de Dios, como un todo, como seres eternos e infinitos. Sólo hay transmutación dentro del ser, pero no salimos de él, nos movemos dentro del ser inmóvil. La colmena, la parvada, la manada, el racimo, el enramado, son todos ejemplos de comunión, de perfección, de unidad de las partes, de la suma y no de la división. Quienes cocinan nos revelan esta suma y esta unión en su labor diaria, en su laboratorio de alquimia donde la transformación de cada elemento y la unidad de los mismos da como resultado algo más sublime, algo tan superior que podemos interpretar como un don de la Tierra, una bendición, una muestra de bondad y misericordia de Dios hacia sus hijos mediante su interprete que bien puede ser una madre o padre que cocina para su familia, un chef en su restaurante o un individuo solo en el campo que enciende una fogata para no morir de hambre; todo aquel que cocina realiza un acto de compasión. Por ello, Jeong Kwan, una afamada cocinera de templo en Korea del Sur, dice que cocinar es un acto de amor y una forma de encontrar el camino a la iluminación.
María Elena Martínez es chef, cocina para sí, su familia y para todos aquellos que gustan de asistir a los eventos que engalana con sus platillos. Es fanática de la cocina tradicional mexicana, del buen café y de la preservación de la memoria culinaria que en regiones como Puebla heredamos de forma transgeneracional y cuidamos celosamente, por ejemplo, con las recetas de los chiles en nogada, platillo barroco por excelencia de la capital barroca de América latina. María Elena sonríe cuando habla de la cocina, inhala profundo cuando rememora una receta, mira al horizonte cundo piensa en los seres humanos para los que tendrá que cocinar; lo ve como un reto, como posibilidad de compartir su felicidad, como una posibilidad, como una oportunidad de dar lo mejor de sí y como la fuente de inspiración para seguir creando, desde su cocina, el arte de combinar, sabores, aromas y esencias.
Eduardo Pineda
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