Nit kó xkaná (Agua que alegra el alma y hace hablar)
Eduardo Pineda
Color amarillo, pajizo, con destellos dorados, limpio y brillante, de alta untuosidad, aroma cítrico tropical que recuerda carambola, piña madura, plátano macho, miel y corteza de naranja. En boca se presenta con un ataque expresivo que confirma la piña, miel y té verde…”
Parece una prosa poética. Es la descripción de la cata inscrita en la etiqueta del reverso de una botella de mezcal Barro Agave, de esas que mi querido amigo Orlando Pacheco y su familia -la actual y la ancestral- producen en Oaxaca.
Y es que, producir, guarecer, catar y compartir la milenaria bebida es verdaderamente un arte, el arte de la transformación, la paciencia, la pericia para controlar el fermento, la contención de la fuerza en la molienda, el manejo del calor en el horno de leña y piedras donde se cuecen los corazones del agave y el minucioso proceso de destilación que se asemeja a una hechicería en contubernio con la tierra que nos regala el maguey y las manos del mezcalero que lo intercambian con los dioses por el destilado que nos trasporta a las ensoñaciones jamás imaginadas tras el aroma y fuerza del traguito de mezcal.
Son miles de generaciones las que han conservado en su memoria oral la forma de hacer mezcal, parecen secretos de una cofradía que inició con los antiguos mexicanos al extraer el agua miel que se convertiría en pulque y que poco a poco se aprendió a destilar tras la cocción y fermentación de la “piña” de la planta. Secretos guardados para su descendencia, para que los hijos de sus hijos sepan cómo tratar al agave, como criarlo, como verlo crecer hacia el sol y cómo sacar de él la que es quizás la bebida destinada a la degustación más fina y delicada, por su rudeza y sutileza que se saben amalgamar entre la lengua y el paladar de quien respira hondo antes de besar la copita y empapar de aroma la boca que transpira la historia de la tierra de Oaxaca.
¿Qué hay detrás de un beso a la copita de mezcal?
-Tal vez lo más importante es el esfuerzo, el trabajo irremplazable de los hombres y las bestias que atacan la planta durante todo su proceso. Tal vez también la tierra y los montes, los vientos resecos y los suelos áridos que matan de sed al maguey y así concentran sus azúcares que le favorecerán en la fermentación. Tal vez el paisaje, esa geografía zapoteca que se parece a una gran manta plegada, doblando la orografía de la sierra oaxaqueña. Tal vez el tiempo contenido en décadas de crecimiento del agave, el tiempo en horas de cocción, en días de fermentación y en vidas de tradición. Tal vez el ingenio para construir un mundo en rededor del agua que alegra el alma y hace hablar. Tal vez las miles de conversaciones antes, durante y después de la producción, las pláticas durante la degustación y la amnesia tras la evaporación de la botella o la jícara que esfumó el mezcal entre la garganta del hombre que se transmutó en dios por influjo del fermento destilado. Tal vez la historia de la región indomable, de la raza de bronce, de la tribu de los que aman la tierra, de la sociedad que se organiza para que su tradición no muera y la puedan seguir compartiendo con el mundo que allá (aquí), del otro lado de la Sierra Madre, se olvida de los manjares que proveen las manos agrietadas de los herederos del arte de hacer mezcal.
Orlando Pacheco es el hechicero del maguey, el que contempla los procesos que ocurren al interior de la planta, el que se ocupa de su tratamiento, del cariño y del respeto; el que verbaliza la tradición de su centenaria familia, el que nos enseña a catar a besos el agua que alegra, el que camina por el mundo con el fruto del agave entre sus manos, orgulloso de su herencia, de su regalo que la tierra le dio, de su tesoro que vio destilarse en el alambique y en los siglos que se alojan en la memoria de los orígenes del pueblo indomable, del pueblo de Oaxaca, del pueblo del mezcal.
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