Opinión

Nunca más

26 enero, 2024 8:00 pm
Eduardo Pineda

El arte es una colección de emociones y sentimientos que un día explotan en el alma de una persona y se manifiestan de manera tal que otros seres humanos puedan sentirlos y en ocasiones entenderlos. La maravilla del arte es que el espectador no requiere forzosamente conocer al artista y su historia personal para compartir las emociones que su obra transmite. Es como una comunicación telepática que trasciende el espacio y también el tiempo. Podemos sentir a través de una pintura de Van Gogh o de una sinfonía de Bach, podemos reír observando un grabado sobre la política mexicana de José Guadalupe Posada o podemos emocionarnos al presenciar el detalle escultórico de Miguel Ángel.

Así, de esta forma el arte es la única expresión humana que no requiere preparación previa ni explicaciones para ser comprendido. He visto niños de preescolar quedarse boquiabiertos frente a los relojes escurridos de Dalí y he visto a adultos iletrados llorar de emoción al final de la novena sinfonía de Beethoven. Los bebés se relajan con muchas de las piezas de Mozart y yo tarareo y suspiro con canciones que están en un idioma que no conozco. El arte es eso, emoción desprovista de entendimiento.

Cuando alguien además entiende la obra, conoce la historia del autor y es docto en la técnica de la realización, puede (tal vez) ser crítico de arte; pero para quienes no lo somos, nos basta con sentirlo y disfrutarlo.

En ocasiones nos preguntamos acerca de las fuentes de inspiración de un artista, el cliché dice que cada artista tiene una musa, que a alguien se le dedica una obra, que se hizo pensando en alguien o en algo… Y muchas veces es cierto, pero, en otras ocasiones, esa inspiración proviene de otra expresión artística, incluso de otro género, como la arquitectura, el cine o la literatura.

Para muchos la naturaleza es su musa, si leemos con detenimiento “El origen de las especies” de Charles Darwin, podemos regocijarnos con las descripciones naturalistas de este asiduo observador inglés, quien no solo describe los picos de los pinzones o la anatomía de las gigantes tortugas ecuatorianas, sino que también alude al medio donde las vio, el clima, la luz, la vegetación circundante, lo que estaba pasando por su cabeza al momento de observarlas, y un muy largo etcétera. En esta obra Darwin nos retrata literariamente los paisajes que sirvieron de locación para sus colectas científicas.

Hay quienes se inspiran en algún libro, o en la obra completa de algún autor. Y ese es el caso de Vic Rivera, una mujer que dibuja los rostros de su imaginación en colores opacos o escala de grises, dibujar miradas, rostros semi ocultos y composiciones que tienden hacia el misterio, le alimentan la parte del espíritu que sólo el arte puede nutrir. Ella se ha inspirado primordialmente en la obra de Edgar Allan Poe, uno de los literatos en lengua anglosajona más influyentes de los últimos siglos, de quien el pasado 19 de enero se conmemoró su 215 aniversario de natalicio. Poe versó el terror y escudriño en el hondo corazón del ser humano las pasiones de abandono y desesperación, sentó las bases de casi toda la literatura negra de occidente y mostró la belleza que la tristeza esconde.

No quiero terminar sin antes transcribir un breve fragmento de “The raven”:

Y el cuervo nunca emprendió el vuelo.

Aún sigue posado, aún sigue posado

en el pálido busto de Palas,

en el dintel de la puerta de mi cuarto.

Y sus ojos tienen la apariencia

de los de un demonio que está soñando.

Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama

tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,

del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,

no podrá liberarse. ¡Nunca más!

Vic dibuja ojos abiertos que sueñan despiertos, tal vez terribles pesadillas o lejanas ensoñaciones, ella es la traductora del misterio que da luz y sombra a las pesadillas de Poe en un mundo que ya se olvidó de soñar, en una realidad donde hacer arte es necedad, resistencia y rebeldía, en un mundo que abandonó la otredad. Y, gracias a personas como ella, de esa necedad tampoco (¡y qué bueno!) podremos librarnos, nunca más.

Eduardo Pineda

eptribuna@gmail.com





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