Opinión

Siete octavas

5 abril, 2024 8:00 pm
Eduardo Pineda

La formación de un ser humano debería incluir, el aprendizaje de un oficio, el desarrollo de una profesión, la apreciación artística, el aprendizaje musical, la práctica seria de un deporte y el conocimiento profundo al menos de dos idiomas. Existen países donde esto se establece incluso como política educativa y se pone en marcha desde la infancia.

Al respecto, la música toca dos de estas esferas, ya que es una de las expresiones artísticas más hermosas y completas y es, al mismo tiempo, un lenguaje que permite la comunicación de sentimientos y emociones trascendiendo el tiempo y el espacio.

Franz Liszt decía que “La música es un lenguaje poético, más apto seguramente que la propia poesía, para expresar todo lo que dentro de nosotros mismos traspasa los horizontes normales, lo que escapa al análisis lógico, lo que se encuentra en las profundidades inaccesibles”.

Quien ha asistido a un recital, a un concierto sinfónico o ha tenido el privilegio de aprender un instrumento de manera seria, sabe que el compositor austrohúngaro tiene razón al afirmar que la música nos permite acceder a las profundidades inaccesibles, explico: hay conceptos que en determinado idioma podemos asociar a una palabra y en otros idiomas no, por ejemplo, en inglés el verbo to be se traduce al español como “ser” o “estar”, pero en castellano no es lo mismo “ser” que “estar”, se puede ser alegre, lo cual implica un estado constante de alegría, es decir un rasgo de la personalidad, Eduardo es alegre (la personalidad de Eduardo incluye la alegría de forma persistente), o se puede decir que Eduardo está alegre, lo que significa que lo está en un momento determinado bajo circunstancias específicas aunque la alegría no sea un rasgo distintivo de su personalidad. En inglés sólo podemos decir Eduardo is happy sin saber con certeza si “es” o “está” alegre.

Ejemplos como este hay en demasía, entre los diferentes idiomas, entre las distintas épocas e incluso entre las diferentes culturas que comparten un idioma. De manera que el lenguaje verbal y escrito está limitado por la historia del mismo, por la evolución social de sus hablantes, por los usos, desusos y costumbres. Pero, el lenguaje musical va más allá, quizá por eso incluso desde antes de que el ser humano desarrollara un lenguaje complejo para expresar ideas, nombrar cosas y conceptos la música era ya un lenguaje común que podía dar sentido a los productos de la mente. La música, en las primeras sociedades humanas surgió por imitación de los sonidos de la naturaleza; el canto de las aves, el viento transcurriendo entre el follaje de los árboles, las olas del mar azotadas contra los diques naturales de roca y arena, el aullido de los lobos, los sonidos de la lluvia, el agua serpenteando por los ríos y un largo etcétera.

Poco a poco la música se comenzó a escribir para que otros seres humanos la pudieran reproducir, los instrumentos musicales se refinaron, se estandarizaron, evolucionaron también con el ir y venir de las generaciones, de la cítara surgió la guitarra, de los palos huecos, las flautas y después el trombón y la trompeta, el saxofón y el corno francés; de las piedras y tocones dispuestos a ser golpeados los tambores, los timbales y las congas, de las cuerdas tensas para ser vibradas el arpa, el violín, el contrabajo. Se fabricaron prototipos que obedecieran la imaginación de los compositores, que matizaran los bajos y los agudos y que percutieran con grandilocuencia el final épico de una sinfonía.

Así, la música se tatuó en el alma humana, las civilizaciones se desarrollaron a la par del arte de los sonidos. No se puede entender nuestra especie sin música. Estoy seguro que si algún día alguna sociedad extra planetaria nos descubre y nos pretende describir diría: “En la Tierra existe una especie que se hace llamar humana, una especie que hace música, una especie que se comunica sin importar el idioma que hable a través de las notas musicales. Porque hemos visto gente que no habla francés llorar con La vie en rose y gente exaltada ante la quinta sinfonía de Beethoven sin que en ésta se emita una sola palabra”. Seguramente esos seres que nos visiten también dirán que, en el jazz, por ejemplo, los instrumentos platican entre sí, discuten, debaten, se enojan, se reconcilian, se enamoran y a veces se marchan tomados de la mano. Dirán, de la misma forma, que la música carece de lógica, que parece no ser racional, que debe provenir de la mente humana pero que sin duda está adicionada con imaginación y emociones que no se pueden describir desde el razonamiento lógico, que la música no requiere comprensión sino apreciación, que hace reír y llorar, que hace soñar, que los hombres y mujeres que la escuchan cierran los ojos, se les eriza la piel y les tiemblan las piernas, que no se explican por qué, que la música no se puede entender y que sin embargo ellos también se pusieron a cantar una letra no aprendida y a bailar sin pasos fijos…

Tal vez por eso Liszt completaba su máxima diciendo que “La música es la llave escondida que lleva a mundos donde la lógica y la razón tienen las puertas cerradas. Es la única capaz de pasar los horizontes de lo ordinario, de romper con las reglas rígidas y heladas del mundo real”. La música es para Liszt la expresión suprema del alma humana.

Y ese cúmulo de emociones que caben en las ochenta y ocho teclas en las poco más de siete octavas de un piano, han inspirado a músicos virtuosos como Abel Quiroz, quien nos regala magistrales interpretaciones de la música que habitó en el alma de los grandes compositores y nos ofrece también el resultado de su experiencia e imaginación en composiciones propias. Nos deleita con los sonidos que se percuten en las cuerdas del piano y construye para nosotros un mundo más amable y más sensible, para que hallemos refugio cuando la realidad fría nos pretenda arrebatar la esencia de nuestra especie.

Eduardo Pineda

eptribuna@gmail.com





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