Opinión

Piano forte

3 mayo, 2024 8:01 pm
Eduardo Pineda

Richard Wagner aseguraba que la música empieza allí donde termina el poder de las palabras. De esta forma podemos entender que la música es una extensión de aquello que pensamos y sentimos, donde el lenguaje verbal no es suficiente, donde se requiere expandirlo y trascenderlo y por supuesto donde aquello que se desea expresar precisa eternidad y desconoce las fronteras de la palabra.

Por eso es menester que no se pierda la apreciación musical y como sociedad normalicemos la existencia de conciertos de música de academia, que trabajemos todos los días para que los jóvenes decidan estudiar formalmente las artes y para que desde la infancia se muestren las bondades de la música. También, por supuesto, es necesario no romantizar la ejecución musical y la composición, dejando la falaz idea de que todo se origina en la inspiración; en su lugar, exponer la naturaleza del músico como resultado del esfuerzo y el trabajo, del estudio académico y la práctica diaria. Como decía Carlos Fuentes -respecto a la literatura- el talento consiste en un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración. El arte se suda y cansa. No se puede practicar en el confort; los dedos duelen, las manos se entumen, se estiran; la vista se agota; el cuerpo se desgasta. El arte debería ser considerada una actividad de alto rendimiento.

Y esa fuerza que exige la ejecución de las artes -por ejemplo, la danza, la actuación o la música- deriva en una sutil belleza y en una incontenible ferocidad que ingresa por nuestros sentidos y toca el alma, penetrando los poros de la piel y transportando al espectador a un lugar sin tiempo, sin límites en el espacio, sin barreras culturales, sin restricciones, sin moralina social, sin reglas; a un lugar donde se transgrede el statu quo y se construye otra realidad eximida del tumultuoso ruido de la sociedad del consumo dictatorial.

Para Chopin, la música constituía también una forma de desahogo para el cuerpo y el alma y un cauce para los deseos más profundos, así lo demuestra cuando afirma que: “A veces sólo puedo gemir, sufrir y derramar mi desesperación en el piano”.

Al respecto, Lulú Galindo, una extraordinaria pianista que ha dedicado su vida a las artes desde varias trincheras, hace gala de su talento en cada interpretación como solista o arropada por diversas orquestas sinfónicas de México y el mundo. Ella goza de esa pasión que el arte precisa. Derrocha energía en cada interpretación y engalana los escenarios que recorre con su personalidad siempre echada hacia adelante y la perfección de sus ejecuciones que se tildan con su toque personal sobre las teclas del piano.   

Lulú es la fuerza que percute las cuerdas del piano hecha mujer, es la que capta la esencia de cada nota y nos las proporciona en cada concierto, envuelta para regalo, dejando asomar la historia de cada melodía, bocetando el futuro de los jóvenes, trazando un camino ejemplar y demostrando que las artes y en particular la música, es una forma de habitar el mundo, la forma más sublime, más humana, más divina.

Eduardo Pineda

eptribuna@gmail.com





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